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Juan del Val no tiene complejo de inferioridad de Nuria Roca y lo explica en una entrevista

Juan del Val no cree en la fidelidad como dogma, ni en la media naranja, ni en los hombres como centro del relato. Cree en las mujeres. Las de verdad. Las que caminan con fuerza, con historias propias, con libertad. Las que, como su madre o su esposa, no piden permiso para ser. Así se ha confesado sin dobleces ni corrección política, en una entrevista a corazón abierto con Lorena G. Maldonado en El Español, que es mucho más que una charla: es un retrato generoso y lúcido de una masculinidad que ha elegido, conscientemente, dejar de ser el centro.

Del Val es muchas cosas: escritor premiado, guionista afilado, polemista sin miedo, presencia televisiva en El Hormiguero y El Desafío. Pero, sobre todo, es alguien que ha entendido desde muy joven que el poder —y el interés— está en lo femenino. "A mí los hombres me interesan poquísimo: me interesan mucho más las mujeres, para la vida y para las novelas", confiesa. Y esa declaración, que puede parecer una boutade, atraviesa todo su universo literario y vital.

Criado entre mujeres, su educación sentimental fue todo menos normativa. Su madre, Ángeles Pérez, lleva décadas ayudando a presos a reintegrarse. "Ella es acción, no palabras. Ha sido muleta y sostén de muchos, y su fortaleza me ha marcado profundamente", cuenta con emoción este provocador y eficaz polemista de 54 espléndidos años (es 2 años mayor que Nuria).

En los 80, cuando aún se valoraba la contención sexual de la mujer como virtud, Del Val ya iba a contracorriente: "A mí siempre me gustó esa de la que los demás hablaban mal. No me interesaba la pureza, me atraía la verdad". No buscaba princesas, sino personas. Ese gesto de disidencia silenciosa —sin pancarta ni tuit— le ha acompañado desde entonces.

Con Nuria Roca ha construido un tándem fascinante: no solo como pareja, sino como equipo vital y profesional. "He trabajado para ella, he cobrado menos que ella, y jamás me ha acomplejado. Ese no sería yo". Frente al discurso del macho inseguro ante la mujer poderosa, Del Val planta cara con orgullo. La admiración por su esposa no es impostada ni estratégica: es un modo de habitar el amor. Un amor libre, sin necesidad. "A mí me gusta más querer que necesitar", resume.

La paternidad, otro de los terrenos donde rompe esquemas, también ha sido suya de forma activa: fue él quien dio un paso atrás en su carrera cuando nacieron sus hijos, cuando aún no se hablaba de conciliación ni de corresponsabilidad. Se sabe el número de pie de todos, el historial médico, los gustos y manías. "Yo iba al pediatra y me preguntaban por la madre. Era 2013, no 1973", recuerda, entre risas y cierta ironía.

Literariamente, escribe en femenino. No como pose, sino porque "me siento más cómodo dentro de la cabeza de una mujer que de un hombre". Sus personajes más potentes, como Candela, tienen alma de mujer. Y, sin necesidad de abanderarse, ha encarnado una visión del feminismo integradora, sensata y radical en lo esencial: "El feminismo es el movimiento más importante de los últimos 150 años. Pero el enemigo no es el hombre: es el machismo. Y hay que dejar de confundirlos".

Del Val no cree en el amor eterno, pero sí en los momentos de intensidad, en esa emoción reconocible que define el enamoramiento como "quiero que esté". Ese anhelo sencillo, inmediato y profundamente humano. No hay aquí idealización cursi ni cinismo banal: hay deseo de compartir la vida, sin poseerla.

Al final de la entrevista, cuando habla de belleza, distingue entre lo guapo y lo bello con una frase que lo define todo: "La guapura alegra, pero la belleza conmueve". Y él se queda con lo que conmueve. Como Sabina, su dios en la tierra, como Woody Allen, cuyas mujeres fuertes le enseñaron lo que era el amor con voz propia.

Juan del Val no es el hombre perfecto, pero sí es un hombre lúcido, honesto y desacomplejado, que ha entendido que el verdadero poder está en saber admirar sin necesidad de dominar. Y eso, en estos tiempos de testosterona defensiva y declaraciones huecas, es un pequeño milagro. O un gesto profundamente revolucionario.

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