Economía

Patrimonio perdido (III): la fábrica de café Monky, el edificio que quiso enseñar sus tripas al mundo

Foto de la revista Arquitectura COAM nº 55, 1963

Hace apenas una semana conocíamos que la Casa Guzmán, pieza muy interesante del maestro español Alejandro de la Sota, había sido demolida para colocar en su lugar una nueva (y bastante fea) vivienda. La noticia fue triste pero tampoco nos pilló demasiado por sorpresa porque la arquitectura del siglo XX suele ser muy desconocida para el público general y, si como es el caso, la construcción es relativamente reciente, es muy difícil que reciba ningún tipo de protección patrimonial.

Digamos que el destino de un edificio contemporáneo está en manos de sus propietarios, lo cual nos permitiría abrir reflexiones muy interesantes de carácter casi epistemológico. Es decir, discriminar quién tiene la propiedad real de algo cuya importancia atañe al total de la humanidad. En cualquier caso, y al contrario que en otras demoliciones igualmente bárbaras, la noticia de la Casa Guzmán apareció en todos los medios. De alguna manera, se levantó un debate sobre el patrimonio arquitectónico contemporáneo que, si bien no sirvió para evitar el desastre, quizás alerte a la sociedad ante futuras calamidades de este tipo.

Ojalá ese debate hubiese existido hace treinta años y ojalá se hubiese extendido a la siempre olvidada arquitectura industrial. A lo mejor, en las afueras de Madrid, a un lado de la A-2, aún se levantaría La Pagoda de Miguel Fisac y, al otro, el delicadísimo cubo de vidrio que envolvía a la fábrica de café Monky, obra de Genaro Alas y Pedro Casariego.

Foto de la revista Arquitectura COAM nº 55, 1963

El edificio se inauguró a principios de los años 60, esa época en la que el turismo comenzaba a mirar a nuestras costas, el arte contemporáneo comenzaba a aparecer en los museos nacionales y, en general, España comenzaba a desperezarse de la ranciedad estética del posfranquismo. También fueron los años en los que los grandes maestros empezaban a salpicar el mapa patrio con algunos de los mejores edificios de la arquitectura moderna española y, si me apuran, de la mundial. Oiza levantaba Torres Blancas, el mencionado Sota terminaba el Gobierno Civil de Tarragona y José Antonio Corrales y Ramón Vázquez Molezún presentaban el magnífico pabellón español en la Exposición General de Bruselas.

Alas y Casariego nunca fueron considerados grandes maestros, aunque siempre gozaron del respeto de la profesión y de sus clientes. Posiblemente porque su arquitectura nunca apostó por el exhibicionismo sino por la tranquilidad serena. Y así era la fábrica de café Monky: una solución sencilla que respondiese a las necesidades funcionales de un espacio industrial y, a la vez, al requisito estético de imagen corporativa. En palabras de la propia memoria del proyecto: "que la edificación sirviera de propaganda. Es decir, que fuera espectacular".

Claro, porque esos principios de los 60 también fueron los años del desembarco del café soluble y la marca española tenía que competir con el gigante Nestlé. Así que, aparte del precio y de, veinte años más tarde, producir unos cuantos anuncios televisivos donde Carmen Maura invitaba a las españolas a cometer adulterio (cafetero), Monky quería una imagen moderna de acuerdo con el mensaje que quería transmitir su producto.

Foto de la revista Arquitectura COAM nº 55, 1963

Y así era su sede corporativa: un edificio extraordinariamente moderno. Una serie de pastillas de apenas dos plantas de altura y fachada en ladrillo visto para los silos, los almacenes y las oficinas, que quedarían en la parte trasera del conjunto, detrás de la maquinaria. Lo verdaderamente interesante era que precisamente esa maquinaria es la que serviría de imagen corporativa. La fábrica no ocultaba sus tripas sino que las exponía a la autopista, en un ejercicio de transparencia visual que recordase a la transparencia empresarial que quería el cliente.

En efecto, la gran apuesta de la fábrica Monky era el cubo de de treinta metros de altura que encerraba en su interior un atomizador cilíndrico de acero inoxidable de veinte metros. Alas y Casariego se preocuparon muy mucho de que ese cilindro metálico se viese perfectamente desde la autopista, tanto a la salida como a la entrada a Madrid. Por eso, la envolvente del cubo era de muro cortina de vidrio. Según los arquitectos: "Un muro cortina sin pretensiones, pues no teníamos que luchar con los problemas que tales muros crean (aislamiento, condensaciones, etc.), dado que la fábrica es semiautomática y su misión es de cerramiento y protección de la maquinaria".

A principios de los 60, las técnicas constructivas del muro cortina eran lo suficientemente avanzadas como para albergar espacios vivideros en su interior. Oficinas e incluso viviendas. Ese tipo de cerramiento daba imagen a la mayoría de los rascacielos norteamericanos, que vivían una segunda edad de oro. Sin embargo, en España las cosas no eran tan audaces porque tampoco manejábamos los presupuestos que se manejaban en Estados Unidos. Por eso, el cubo de la fábrica Monky estaba construido con una precisa naturalidad: tan solo paños de vidrio sencillo entre montantes de acero. Nada más. Y nada menos, porque esa fachada fue una de las pioneros en la construcción de muro cortina de vidrio en nuestro país.

La fábrica Monky, con sus piezas de ladrillo rojo y la exuberancia de su maquinaria permaneció a la vista de todos los que condujesen por la carretera de Barcelona durante casi treinta años. Desde 1963 hasta 1991, momento en que los nuevos propietarios decidieron que una arquitectura sencilla y serena no les servía, por muy pionera que fuese. Y la demolieron. Estaban en su pleno derecho y, seguramente, lo que hay construido hoy allí tenga mucho mejor rendimiento económico, pero es una lástima que uno de los primeros muros cortina de vidrio de España solo exista en fotografía. Es una lástima que la arquitectura industrial no tenga el reconocimiento, y la protección que se merece. Es una lástima que la arquitectura corporativa que se hace en la actualidad no beba más a menudo de la elegancia amable y pacífica de un edificio que solo quería enseñar lo que tenía dentro.

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