Opinión

El Poder Judicial en jaque: cuando la Justicia molesta al poder

  • Revista de Buen Gobierno, Iuris & Lex y RSC
Foto: Reuters

Vivimos tiempos turbulentos para la justicia. No por falta de leyes, jueces o tribunales, sino porque su papel como contrapeso institucional está siendo sistemáticamente desafiado. En muchas partes del mundo, desde democracias consolidadas hasta regímenes híbridos, la Justicia se ha convertido en el blanco favorito de los gobiernos y de una parte de la opinión pública moldeada por narrativas populistas.

La razón es simple, pero alarmante: la Justicia, cuando cumple su función, molesta. Y al Poder no le gusta que le incomoden. La separación de poderes es uno de los pilares fundamentales del constitucionalismo moderno.

Montesquieu lo dijo hace siglos: donde no hay separación de poderes, no hay libertad. Sin embargo, hoy asistimos a una ofensiva global contra el poder judicial, que no solo se manifiesta en ataques retóricos o reformas legales para controlar su independencia, sino también en una estrategia más sofisticada y peligrosa: el lawfare.

El término lawfare -guerra jurídica- describe el uso político de la justicia para destruir adversarios sin recurrir a la violencia o la censura abierta. No se trata de negar la existencia de corrupción, sino de cómo se manipulan los tiempos procesales, los medios de comunicación y las estructuras judiciales para conseguir objetivos políticos.

América Latina ha sido un laboratorio de esta práctica: Lula da Silva, Cristina Fernández de Kirchner, Rafael Correa y otros líderes progresistas fueron perseguidos judicialmente en procesos donde la imparcialidad brilló por su ausencia. El lawfare se disfraza de Justicia, pero actúa como golpe blando.

Del otro lado del tablero, emergen gobiernos que, cuando son cuestionados judicialmente, desatan campañas de deslegitimación contra los jueces. Desde Donald Trump acusando a sus jueces de enemigos del pueblo hasta Javier Milei tildando de "casta judicial" a quienes frenan sus decretos, la estrategia es siempre la misma: sembrar la desconfianza ciudadana en las instituciones que podrían limitar su poder. El mensaje implícito es brutal: si la Justicia no se somete, será destruida.

Pero el problema no se agota en los populismos. También en democracias maduras se advierte una creciente judicialización de la política, donde cada conflicto político termina en los tribunales, y una politización de la Justicia, donde algunos jueces parecen más inclinados a legislar que a aplicar la ley.

Esta confusión de roles erosiona la confianza pública. Cuando el ciudadano percibe que los jueces responden a intereses, partidos o ideologías, deja de creer en la justicia como garantía de sus derechos. Y sin confianza, no hay legitimidad.

En este nuevo orden geopolítico, el poder judicial no solo está en disputa a nivel interno. La Justicia internacional también se tambalea. Las potencias cuestionan tribunales que no les convienen; las guerras modernas se libran también en los tribunales penales internacionales, donde la ley se convierte en un arma más del conflicto.

¿Es posible hablar hoy de un consenso global sobre el Estado de Derecho? ¿O hemos entrado en un mundo post-occidental, donde cada bloque interpreta la Justicia a su medida?

Pero lo que está claro es que defender la independencia judicial no es un lujo ni una batalla corporativa: es una necesidad democrática.

La justicia debe ser imparcial, sí, pero también debe tener el coraje de incomodar al poder. Y cuando lo hace, necesita del respaldo ciudadano para no ser aplastada.Porque cuando los jueces dejan de ser independientes, los ciudadanos dejan de estar protegidos. Y en esa deriva, todos perdemos.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky