Economía

Hace 15 años Argentina convenció a Porsche para comprar cacahuetes en una guerra comercial que terminó en una estanflación eterna

  • El país puso aranceles, bloqueó importaciones y exigió equilibrar la balanza comercial
  • Las empresas importadores aceptaron exportar alimentos y abrieron plantas locales
  • El resultado fue un hundimiento mayor de las exportaciones y una estanflación
Cristina Fernández de Kirchner presenta un billete de Evita Perón en 2012. Foto: Reuters

Si hay un país que ya ha vivido todas las crisis imaginables, ese es Argentina. Hiperinflación, impagos de deuda, falta de divisas, crisis cambiarias, pánicos bancarios... Cuando algún país está pasando por una etapa de turbulencia, un buen ejercicio es mirar a Argentina para saber qué ocurrió la vez que ellos ya pasaron por algo similar. Y la guerra arancelaria desatada por Donald Trump para reducir el déficit comercial de EEUU tiene un paralelismo en la que vivió el país sudamericano entre 2011 y 2015, cuando los fabricantes de coches acabaron comprando cacahuetes y arroz argentino para cumplir con las exigencias del Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

Pongámonos en situación. Tras el corralito y la suspensión de pagos de 2001, y tras un año y medio de Gobiernos interinos que intentaron apagar el incendio que consumía el país, Néstor Kirchner ganó las elecciones de 2003 y comenzó la reconstrucción del país. Partiendo del hoyo en el que estaban, el rebote no fue tan complicado: el PIB se disparó más de un 8% anual entre 2003 y 2007, con la inflación oscilando entre el 10% y el 18%. Cifras altas, sí, pero no tan extraordinarias en un país que ha vivido varias hiperinflaciones en menos de un siglo.

Pero la mayor alegría se la llevó el Banco Central. Durante los años de la paridad peso-dólar, entre 1990 y 2001, los argentinos habían aprovechado la fortaleza de su moneda (en la práctica, el dólar) para importar productos en grandes cantidades. Por una vez, su moneda no se debilitaba ante el exterior de forma constante, y todos los que pudieron decidieron aprovecharlo para gastar dólares. La caída de las reservas fue, precisamente, lo que provocó el corralito: el Banco Central se quedó sin dólares para defender el tipo de cambio de 1 a 1 y el Gobierno, desesperado, expropió los ahorros de los ciudadanos para pagar su deuda externa antes de rendirse y aceptar la suspensión de pagos.

Pero el hundimiento de la economía también se llevó por delante las importaciones. En medio de un derrumbe de la economía y un empobrecimiento generalizado de la población, los argentinos redujeron al máximo las importaciones para centrarse en alimentación y otros productos básicos que Argentina produce de sobra. Además, la invasión de Iraq disparó el precio del petróleo y el crecimiento imparable de China hizo subir el precio de la soja. Argentina importaba menos y sus exportaciones valían mucho más. Los dólares empezaron a llover sobre Buenos Aires. El Banco Central, por fin, respiraba. Y el Gobierno consiguió algo que no recordaba en mucho tiempo: registrar un superávit presupuestario constante.

Pero a partir de 2010, aquel proceso se frenó. La renacida clase media cada vez compraba más coches importados, y las importaciones pasaron a crecer más rápido que las exportaciones. Y la crisis financiera de 2008 y 2009 revivió una pasión de los argentinos: sacar dólares del banco y guardarlos debajo del colchón, de las baldosas o en cajas fuertes. Las reservas de dólares empezaron a caer por primera vez en una década. En esas estaba el país cuando Cristina Fernández, viuda de Kirchner y la 'verdadera' política de los dos, arrasó con un 54% en las elecciones de 2011. Y uno de sus primeros objetivos para su segundo mandato fue detener esa sangría de dólares. A cualquier precio, aunque fuera con una guerra comercial.

El 'cepo' y los aranceles

La conclusión de Fernández fue muy simple: si el problema del país era que había demasiadas importaciones y mucho cambio de divisas, la solución era poner aranceles y cerrar las casas de cambio. Su secretario de Comercio, Guillermo Moreno, fue el encargado de llevar a cabo este plan. Sus órdenes: frenar todas las importaciones imaginables para disparar el superávit de la balanza de pagos. Si nadie puede importar nada, todo el beneficio de las exportaciones irá directo a las reservas del Banco Central. Problema solucionado.

El mecanismo que usó para ello fue una mezcla de aranceles y trabas aduaneras. Por ejemplo, impuso una tasa del 14% para los productos importados que se fabricaran en Argentina: ¿por qué importar algo que se fabrica en casa? Pero también puso uno del 2% para los que no se fabricaran en el país y tuvieran que importarse sí o sí. Y Moreno se dedicó a obstaculizar los trámites: los permisos para importar libros, ropa o salmón tardaban meses y tenían que cumplir con restricciones de cantidades máximas. Además, los dólares para pagar todas estas compras entraban con cuentagotas. El resultado fue que algunas fábricas se quedaban semanas o meses paradas, a la espera de que recibieran los permisos o los dólares necesarios.

Pero quizá el paso más extraordinario fue algo de lo que Trump estaría muy orgulloso: pedir a los importadores que también exportaran cosas. A BMW le obligó a exportar arroz procesado a cambio de permitirle importar sus coches. Hyundai decidió vender vino. Porsche, Mitsubishi o Nissan tuvieron que firmar acuerdos para exportar cacahuetes o agua mineral. La idea era compensar los dólares que salían por esos coches, haciéndoles ingresar una cantidad equivalente. Una idea similar a la de Trump: en 2018, en su primera batalla comercial con Pekín, una simple escaramuza comparada con los aranceles de hoy, firmó un acuerdo con Xi Jinping para que China comprara soja a EEUU en grandes cantidades. Cantidades que se quedaron ahí, en el papel, y de las que nadie supo nunca más.

Aquellas medidas funcionaron en un primer momento. El superávit comercial rebotó tras dos años de caídas. Las exportaciones cayeron, pero las importaciones lo hicieron más. Diversas empresas internacionales, como Fiat y Renault, anunciaron la apertura de fábricas en las zonas más industriales de Argentina para evitar los aranceles. Un éxito rotundo, o eso parecía.

La prensa internacional lo compró de lleno. El New York Times celebrara la política de Fernández de mantener el peso artificialmente barato, que "hace las exportaciones más baratas y mantiene las importaciones caras" (pese a que, en el mismo párrafo, destacaba la venta de 800.000 coches nuevos, la mayoría importados, ese mismo año). The Guardian celebraba el "mayor crecimiento económico del hemisferio occidental", la "enorme reducción de la desigualdad y la pobreza" y pronosticaba que la inflación "se reduciría en los próximos meses y años". Unas loas no tan diferentes de las que se escuchan hoy sobre las políticas de Javier Milei.

Pero las señales de alarma empezaban a crecer. Más de 40 países extranjeros denunciaron a Argentina ante la OMC. Diversos socios respondieron a sus barreras comerciales con aranceles recíprocos que golpearon sus exportaciones. Aquellas exportaciones que hacían las empresas de automóviles se revelaron como meros maquillajes: se limitaban a poner a su nombre las ventas que iban a hacer igualmente otras empresas.

Y la expropiación de la petrolera YPF, hasta entonces propiedad de Repsol, incineró la confianza extranjera. La inversión externa se hundió, y las exportaciones cayeron a la misma velocidad que las importaciones. Aquellos planes para aumentar el superávit comercial no solo no lo aumentaron, sino que lo eliminaron. Y todas esas compañías que tenían que exportar vino y cacahuetes subieron los precios de sus coches. Para 2015, el país sufrió un déficit comercial por primera vez en 16 años. La inflación se duplicó: del 20% pasó al 40%. Y aquel crecimiento que rondaba el 9% se convirtió en una sierra, oscilando entre alzas del 2% en años impares y caídas del 2% en los pares. Fernández de Kirchner buscaba una balanza comercial equilibrada y encontró estanflación

Cómo no cuadrar la balanza

Siendo amables con la expresidenta, el problema de Argentina era mayor porque sus deudas estaban en dólares y la única forma de conseguirlos era con exportaciones. Había otras opciones comerciales, como desarrollar nuevos mercados, invertir en nuevos sectores o pasar de bienes agrícolas básicos a productos industriales con mayor valor añadido. O lanzarse de lleno al sector de los servicios, que es el que más riqueza da a largo plazo.

Pero las necesidades eran urgentes, y la alternativa era regresar a la crisis que había destruido y traumatizado al país hace apenas una década. El intento de preservar aquellos preciosos dólares imponiendo trabas y barreras a todo el que quisiera llevárselos tenía cierta lógica. Pero, al final, se encontró con la dura realidad del comercio internacional: cualquier traba solo produce una reducción de la riqueza de ambos participantes. El proteccionismo, aunque favorezca a algunas empresas y algunos sectores, solo genera perdedores en el nivel macroeconómico, que es el que gestionan los gobiernos.

Trump no tiene problemas con la deuda: su deuda está en dólares, y, en el peor de los casos, la Reserva Federal puede imprimir todos los que hagan falta. Su problema no es tan existencial como el de Argentina: EEUU puede permitirse una balanza comercial deficitaria, porque la diferencia le vuelve en forma de inversiones en su sistema financiero, el mayor y más codiciado del mundo.

Pero Trump lleva décadas insistiendo en que, en su opinión, un déficit comercial equivale a "subvencionar" a países extranjeros. El primer paso para "arreglar" este "problema" ha sido lanzarse a por aranceles. Si eso no le funciona, siempre puede seguir el ejemplo argentino y exigir a los exportadores chinos o vietnamitas que importen cacahuetes o agua mineral estadounidense a cambio.

WhatsAppFacebookFacebookTwitterTwitterLinkedinLinkedinBeloudBeloudBluesky