Redactor de economía y mercados. Doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Un día se preguntó cómo cotizaba un bono y ya no hubo vuelta atrás.

Dentro del bazuca fiscal alemán hay dos grandes cohetes diferenciados: defensa e infraestructura. Si el primero se está llevando todos los titulares en pleno rearme de Europa con el objetivo de gasto de la OTAN en primera línea, el segundo está concitando menos atención. Algo que no debería ser así con una Alemania en la que desde hace años proliferan las críticas por unas infraestructuras envejecidas derivadas del ahorro excesivo por parte de las administraciones. Otrora ejemplo de vanguardia en Europa por sus anchas y rápidas autopistas (las famosas Autobahn), ahora en Alemania se habla de grietas en esas carreteras y puentes, colapsos en el sistema ferroviario y carencias en otras infraestructuras que no son las del transporte: muy comentada es la de la conexión a Internet.

El ruido político es cada vez más estruendoso alrededor de la Reserva Federal de EEUU, el banco central más vigilado del planeta. El presidente del país, Donald Trump, está intensificando su labor de acoso y derribo sobre el actual presidente del organismo, Jerome Powell, al que él mismo nombró en su primer mandato en la Casa Blanca. Fiel a la ortodoxia de un banquero central, Powell está pausando los recortes de los tipos de interés con el recuerdo muy presente de la crisis inflacionaria posterior a la pandemia. Enfrente tiene a un Trump que, si en su primera etapa, ya le presionó para que hubiera tipos bajos, ahora lo está insultando prácticamente a diario, ha amenazado varias veces con su despido y ahora parece estar pasando a la acción de una forma más artera.

La economía de EEUU, pese a ser la mayor del mundo y la más importante, se enfrenta a una amenaza que parece insalvable con las herramientas tradicionales. Años de excesos han llevado al país a presentar un déficit público casi estructural que se parece mucho al de los países que protagonizaron la crisis de deuda soberana en la zona euro. Por ahora, la fortísima demanda de dólares ha permitido al Tesoro seguir financiado sus déficits gemelos (el público y el comercial) sin llegar a sufrir una crisis fiscal que parece cada vez más inevitable. Por ello, Donald Trump ha comenzado a colonizar las instituciones y ha puesto en marcha el Plan Pensilvania para abordar este problema de una forma conocida, pero que no deja de ser peculiar para un país desarrollado: represión financiera y erosión del valor de la deuda.

Aunque el foco de atención está ahora mismo en Oriente Medio, con permiso de China y Rusia, Occidente enfrenta una grave amenaza de la que no se está hablando tanto en otra importante región mundial. Ya son varios los gobiernos de África que han roto amarras con la antigua 'metrópoli' (ahora representada por grandes multinacionales) y han empezado a nacionalizar, confiscar, incautar -como se quiera decir- la actividad minera de algunas empresas occidentales en su territorio. Un proceso que está cogiendo velocidad y que se produce bajo la atenta mirada de Moscú, desde donde, mientras esto ocurre, se busca consolidar relaciones con estos países y aumentar su influencia en la zona.

Parece siempre la misma historia y lo es: la escasez de vivienda sigue calentando los precios de un mercado que antes o después termina marcando la vida de todo ciudadano. Son tantos los cuellos de botella que están impidiendo que la oferta alcance a la demanda (ya no vale con eso, puesto que hay un agujero tras varios años de demanda insatisfecha que debe satisfacerse con una sobreoferta de vivienda de varios años) que incluso en un momento como el actual en el que los precios no paran de subir, la oferta tiene serios problemas, no solo para crecer, sino para mantener el ritmo. Los últimos datos del número de viviendas iniciadas son especialmente preocupantes, porque muestra una desaceleración en pleno boom de la demanda y con los precios de los inmuebles disparados.

Los encomiables esfuerzos de Alemania por salir a toda prisa de la gran crisis del gas que le supuso la invasión rusa de Ucrania no están dando del todo sus frutos. Cuando el gas de Moscú dejó de ser una opción, el shock fue dramático. Con una nuclear prácticamente 'enterrada' y con unas renovables aún en desarrollo, Berlín pagó el haberse hipotecado casi por completo al suministro energético del Kremlin. Haciendo gala de la tradicional e histórica eficiencia germana, el país logró levantar a la carrera varias terminales flotantes para recibir y procesar lo más rápido posible el gas natural licuado (GNL) llegado de 'nuevos' vendedores como EEUU o Qatar. Estas regasificadoras, una infraestructura de la que la tradicional locomotora europea adolecía, debía ayudar a llenar las reservas alemanas de gas en previsión de lo que pueda pasar (la amenaza rusa permanece y nadie garantiza un invierno suave). Sin embargo, la realidad está siendo que ese gas no se queda 'en casa'.

En tiempos de creciente presión política para reforzar las redes de protección social, suelen aparecer ideas (que a veces se llevan de forma parcial a la práctica) que van encaminadas a otorgar a las familias o individuos ayudas monetarias prácticamente incondicionales, con el objetivo de reducir la pobreza y la exclusión social. Este tipo de medidas que parecen claras, necesarias y adecuadas son, sin embargo, un arma de doble filo, puesto que en ciertas ocasiones generan incentivos (o más bien desincentivos) que cronifican los problemas de esas familias (trampa de pobreza) al mismo tiempo que incrementan el gasto estructural de unas administraciones que ya parten de unos niveles elevados de deuda pública. Por eso, resulta fundamental confeccionar con sumo cuidado y detalle este tipo de prestaciones para evitar que se generen dichas situaciones. Al mismo tiempo, también son útiles los experimentos limitados para conocer el impacto práctico de estas políticas. En España ha tenido lugar recientemente una de estas prácticas con resultados interesantes. Algunos devastadores para el mercado laboral y otros más positivos a nivel individual.

Cuando el pasado miércoles, como todo el mundo esperaba, la Reserva Federal de EEUU volvió a dejar sin tocar los tipos de interés, alguien volvió a montar en cólera y echó manos de las redes sociales. Ese alguien no es otro que el presidente de EEUU, Donald Trump. En su cruzada por unos tipos de interés más bajos, algo con lo que ya percutió durante su primer mandato, el inquilino del Despacho Oval volvió a llamar de todo al presidente de la Fed, Jerome Powell. Sin embargo, esta vez, aunque parecía que las aguas se habían calmado después del susto en los mercados que hubo en primavera y de la charla que ambos tuvieron en mayo en la Casa Blanca, Trump volvió a esgrimir la idea despedirlo. Esto ha hecho a los analistas comparar al mandatario con el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, famoso, entre otras cosas, por destituir a banqueros centrales a la velocidad de la luz y repasar la historia llena de presiones e interferencias políticas del instituto monetario más observado del planeta.

EEUU lleva décadas siendo el modelo para muchos países que buscan la receta del éxito. La mayor economía del mundo ha generado en los últimos 50 años un enorme crecimiento económico que ha convertido a este país en la 'tierra de las oportunidades'. Una de las claves del éxito (son muchas) ha residido en la independencia de la política monetaria y política fiscal, que ha impedido que los diferentes gobiernos del país usen la Reserva Federal a su antojo, lo que podría haber generado grandes crisis inflacionistas como las que se han vivido recientemente en Argentina (antes de Milei) o Venezuela. Aunque EEUU esté a años luz de estos dos países, ya hay expertos (de muy reconocido prestigio) que ven cada vez más cerca el fin de esta independencia entre Gobierno Federal y Fed. La necesidad y la incapacidad de pagar la enorme deuda pública solo tiene dos salidas posibles: el default oficial (impago directo a los acreedores) o el impago silencioso que genera la inflación.

Que los mercados no se hayan vuelto locos y que los analistas llamen a la calma no significa que el futuro de Oriente Medio penda de un hilo. La tensión es máxima y cualquier gesto o escaramuza puede multiplicar los riesgos en una región clave para el suministro energético mundial. Aunque ni a Irán ni a EEUU, en puridad, les conviene un shock en el mercado del petróleo, en este punto es innegable que cualquier chispa puede incendiar la situación (el parlamento de Irán ha aprobado el cierre de Ormuz). Aunque Washington ha intentado focalizar sus ataques contra el régimen iraní en las instalaciones nucleares, el paso dado lo cambia todo y ya tiene sus primeras consecuencias, también en el transporte marítimo, donde los grandes buques que transitan esta arteria vital para el comercio internacional muestran con su comportamiento los riesgos a los que se enfrenta la economía global